epílogo


Sentado en la plaza, consumiendo con vehemencia una novela, dos semanas leyéndola, catorce días, y ahora acá, terminándola. No quiero llegar a la última página, no quiero perder la amistad que tengo con ella, no quiero un “hasta luego estimado lector”, no quiero un ”nos vemos en la próxima novela”, "te recomiendo que leas...", no quiero, no quiero, no quiero. No.

Deseo su compañía constante que me protege de un mundo que no entiende.

Doy vuelta la página 647, sólo resta un párrafo pequeño, ya voy sufriendo el adiós, mis ojos se hinchan, se me frunce el entrecejo. Siento la despedida, no quiero llorar, pero un poco si.

Y es el punto final de la novela, un adiós unilateral. El libro se cierra, te deja afuera. Levanto la vista, observo a la gente caminar. Viento.

Pausa o desconcierto.

Una sonrisa aparece lentamente en mi rostro (desde el lado derecho). Recordaré haberla conocido, sus diálogos y su personalidad oculta llena de sorpresa. ¡Eso es! La pensaré en la fantasía del recuerdo y en la nostalgia trasnochada. Qué bueno ha sido conocerla. Si, si, que bueno ha sido.

Anochece en capital, el frío se siente, volver a casa y comer algo rico. Buen plan.

“...cómo me gustaría comer unos ravioles de la abuela.”

foto: manu

laberinto


Silencio, silencio.



Por decirte algo. Fumo un poco. Silencio, silencio. Tengo que exteriorizar una palabra, dos, siete. El silencio comienza a maltratar a mi mente que piensa pero no encuentra el final del laberinto para dar con la pregunta que consistiría en poder tener un diálogo superficial.

Fumo un poco más. El cigarrillo se consume, silencio. Un poco más de tabaco, silencio, silencio, silencio. Ultima pitada, silencio. El cigarrillo se termina y lo apago en el cenicero redondo ubicado en el medio de la cama matrimonial entre ella y yo. Allí, como un punto territorial culmine, donde empieza su silencio y termina el mío.

Estamos a oscuras.

Debería justificar mi presencia de alguna manera, no hay tiempo, debo imaginar alguna forma espontánea de diálogo. Quizá podría hacerle algún mimo suave, casi sensible, para dar a entender lo agradable que es mirar el techo (que no se ve) y lo ameno de no hablar, sino de compartir el silencio que en realidad no se está compartiendo, desde el punto de vista de que yo estoy del lado derecho de la cama y mi silencio es abarcativo sobre ese lado nomás, es decir, mi silencio no es el mismo que el de ella, claramente.

¿Cómo lo sé?

Ella respira acelerada, como nerviosa, debe estar sufriendo esta situación muda. Dirán, “pero usted también sufre”. Cierto es, pero mi sufrimiento dista mucho al de ella. No estamos conectados en este momento, ella sufre, no sufre lo que yo estoy sufriendo, es otra cosa, no lo sé, sigo en el laberinto.

En el laberinto.

Las paredes son lisas, grises, como sin pintar. El cielo es gris también y uno se confunde. El camino no tiene variables y no hay giros, no hay caminos que elegir, pero es un laberinto. Trepo una pared para ver que hay más allá y observo más caminos uniformemente paralelos.

Arriba de la pared me quedo sentado, resignado.


En la cama.

Me paro avergonzado, busco el pantalón, me lo pongo y salgo sin decir adiós.

foto: manu