Titubea el pie, tiene miedo de pisar ese frío mármol. Un mármol que lo congelaría, dejándolo casi muerto. Buscaría calor, para luego sufrir la transpiración inevitable, para caer en la tentación de querer lluvia, luego un diluvio, después un tifón universal, luego un fuerte viento, más tarde una tenue brisa, para terminar (indefectiblemente) en esa caricia que lo llene de felicidad, para luego desearla todos los días, para después enfermar por su ausencia y caer en la trampa de recordarla, recordarla con amargura, con ese dolor vacío y por ese frío mármol…ese frío mármol.
El pie siente que no tiene que volver a pisar lo pisado, cree intentarlo, pero lamentablemente el latido del corazón se le incrementa a medida que roza un par de rulos de la enrulada cabellera colorada.
Entonces…piensa, con debilidad y sin mucha convicción, piensa y deja de lado (por unos tres segundos) ese sentir enrulado que le enrula el dedo gordo. Piensa que no es bueno romperse nuevamente el corazón, pero irremediablemente el pensar no le sirve absolutamente de nada.
Siente que la suerte está echada, siente que perderá antes de jugar y que no habrá revancha.
El pie siente que no tiene que volver a pisar lo pisado, cree intentarlo, pero lamentablemente el latido del corazón se le incrementa a medida que roza un par de rulos de la enrulada cabellera colorada.
Entonces…piensa, con debilidad y sin mucha convicción, piensa y deja de lado (por unos tres segundos) ese sentir enrulado que le enrula el dedo gordo. Piensa que no es bueno romperse nuevamente el corazón, pero irremediablemente el pensar no le sirve absolutamente de nada.
Siente que la suerte está echada, siente que perderá antes de jugar y que no habrá revancha.
El pie naufraga lentamente en una pileta eterna, en un mar sin orillas. Busca desesperadamente una isla, un puente, un túnel, una escalera de dos metros con baranda, algo para agarrarse, lo que sea. En su defecto se conformaría con encontrar un foco que ilumine su andar, o un solcito tenue que le permita observar el horizonte, o (de última) una sola estrella que lo pueda guiar hasta el final del camino. Un camino enrulado que se convertirá en pared en un lapso de tiempo no muy lejano.
Sabe que la suerte está echada, sabe que perderá antes de jugar y que no habrá revancha.
Se queda quieto, se deja atrapar por esos rulos colorados.
En un último esfuerzo, intenta dejarlos, pero no puede.
Lamentablemente, no puede.
No quiere hacerlo.
foto: manu