vamos de paseo



Madres que abandonaron sus trabajos, de forma transitoria, para criar a sus hijos, los pasean en la plaza, en un día primaveral, en cochecitos. Son varias madres, son varios cochecitos, se escucha algún que otro llanto, varios gritos agudos y la música que viene desde la calesita.

Una pareja adolescente rompe el sistema, atentan contra la conjunción madre/hijo. Tienen fuego en los ojos, aceleración y visible transpiración, se sabe, la libido está a flor de piel, aunque pretendan disimularlo silbando bajito.

Caminan de la mano, procurando alejarse de la multitud.
Frenan de golpe, detrás de unos arbustos.

El joven se acomoda en el suelo con urgencia. La muchacha no es tan decidida, da algunos pasos, observa el panorama y dialoga con su conciencia. Sonríe con vergüenza, no sé sabe si a él, a todas las madres, al barrio o a ella misma. El joven babea, como el resto de los niños del parque.

Finalmente se convence, se sienta disimuladamente sobre él, dando a entender que quiere tomar sol y emparejar el bronceado de sus muslos.


Mientras tanto las palomas caminan con poca dirección.
Las madres deambulan en círculos, sin punto fijo.


Los arbustos se mueven con ritmo, luego con una brutalidad manifiesta, desparramando hojas y un par de ojotas.

Los niños se divierten corriendo a las palomas.

El grito casi grave de un orgasmo escondido y precoz, se contagia con la algarabía del lugar.

Las palomas vuelan.


Sublimes instantes de felicidad.



foto: manu

expresión oral


Levanta la mano.


Un accionar mutilado en las matinales clases de geopolítica. Buscó una idea para poder llevarla a cabo y así sobresalir por primera vez. La cuestión de fabricar un concepto y darle consistencia, le generó dudas, desconcierto, miedo, goteras por la espalda y mocos.

Cinco martes seguidos bebió café en el barcito de la esquina, esperando un milagroso argumento disparador de frases sorprendentes, pero no hubo caso, no aparecieron.

Salió a correr para despejarse un poco, pero a las dos cuadras se quedó sin aire, tosió y se dobló un tobillo.

Volvió a su casa en taxi.

Al otro día se inscribió en un gimnasio.

Ejercitó hombros, tonificó brazos, hizo flexiones, abdominales y mucha bicicleta. Levantó pesas con el afán de obtener un volumen mágico y escultural. Ensanchó la espalda y endureció los glúteos. Sus manos delicadas no generaban autoridad o seducción, invariablemente debía hacer algo al respecto. Decidió trabajar “ad honorem” en la carpintería del tío del vecino de la amiga del novio.

Leyó un diccionario completo para ampliar el vocabulario, también algo de filosofía, literatura japonesa, tratados multilaterales y las variables que conllevarían a la inflación de los mercados. Se empecinó con la mirada metafísica y divagó escuchando música experimental.



Levanta la mano.

Soporta con firmeza la mirada del profesor,
y la de los cuarenta compañeros hipócritas.

Son ochenta y dos ojos.

Tiembla,
pero su cuerpo, ahora robusto, lo disimula.

Espera el momento,
son siete segundos eternos.

Finalmente,
le dan la palabra.


Entonces,
-previo suspiro-
habla.