el dedo contrariado


El cuerpo cae violentamente al tropezar contra un escalón no calculado. Con el fin de no romperse la cabeza, la mano intenta frenar la inevitable caída, amortizar su velocidad, lográndolo en parte. Pero el dedo pulgar, tristemente, sufre una quebradura y un lastimoso dolor agudo. La intervención de un médico resulta inevitable, el cual con habilidad y conocimientos manifiestos, inmoviliza la extremidad mencionada para su progresivo saneamiento.

El dedo inmóvil siente que todo le pica, que el yeso lo sofoca y que el tiempo pasa lento, tan lento como una tarde en algún pueblito oculto entre cerros, cerros y cerros. La mano parcialmente enyesada y el brazo quieto hasta el antebrazo pretenden ocultarse del sol, con el fin de no transpirar, rascarse, picarse.

El vacío asfixia al pobre cuerpo, que deambula por las calles mirando vidrieras y comprando necesidades que no son tan necesarias: una linterna, un disco de Edith Piaff, dos llaveros y unas botas naranjas para los días de lluvia.

Regreso a su casa, observa unos ravioles congelados, luego siente tristeza al mirar su batería, ese instrumento musical quieto sin poder hacerlo ritmo. Por pura inercia se prueba las botas, luego ubica las llaves en los dos llaveros, y escucha el disco de Piaff mientras se baña usando la linterna.


El yeso y su inmovilidad pintan al momento de un gris parco.


La noche ya profunda se torna amarga al intentar maquillar una sonrisa inacabada. La lluvia constante intuye tristezas, o por lo menos las inventa con facilidad. El ruido continuo de las gotas contra la chapa del techo genera hipnosis, y la consecuente maquinación de recuerdos contrariados.

La tristeza persistente provoca actitudes que no se infunden en la razón (parece). En un arrebato el yeso dejó de ser yeso, la mano se reencuentra con su muñeca y saluda al antebrazo de manera fraternal.


El dedo y su movilidad alteran la perturbación generalizada.



La mano acomoda los platillos, el cuerpo se sienta en la banqueta y el dedo junto con los demás dedos:

hacen ritmo otra vez.



foto: el dedo (autorretrato)

las celestes


Debió ser su uso reiterado, el paso cansino pero uniforme, el cemento de ciudad, el empedrado irregular, las montañas del noroeste, las lluvias tropicales o la arena de la costa. Quizás el rocío matinal, los campos embarrados, o los partidos de fútbol jugados los domingos por la tarde después de comer un asado. Tal vez los noviazgos efímeros, las amantes superpuestas o las salidas ocultas.


La unión de datos significativos (hojas de ruta, balances contables, climatología diversa, cambios socioculturales), es decir, con la conjunción de ese “todo”, deberíamos lograr una comprensión irrevocable sobre el hecho trágico acontecido. Un suceso consecuente, lejos de ser ocasional, fruto de una sumatoria lógica y razonable de factores, conllevando a un resultado inevitable y natural.


Fue en el kilómetro dos mil quinientos treinta y dos y medio, en una calle cualquiera, a mitad de cuadra, frente a una panadería. Las zapatillas celestes, aquellas, esas tan alegres y compañeras, de exterior suave, con goma reforzada, plantillas de algodón y compradas a mitad de precio,


ellas, las mismas,
maltrechas y un poco rengas,
frenaron de golpe,

me miraron sin mirar,

y sin palabras, pero con decisión,
se desplomaron en el cordón de la vereda,
siendo éste su adiós definitivo, agradecidas por lo vivido y la dicha caminada.



foto: manu