de perfil

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En el fondo, allá, a unos metros, tal vez quince, debajo del árbol, la muchacha le saca lustre al parque con sus fotos. Hace dos minutos, más o menos, el foco, el suyo, se orienta hacia mi posición.

Me observa bajo la excusa fotográfica, lo sé. Puntualmente, su perspectiva debe aglomerar: mi perfil derecho, el cigarrillo sostenido con la mano izquierda, el sol detrás, mi remera del Eternauta, los pantalones rayados, piernas cruzadas, zapatillas en el suelo, los pies en el aire, árbol gigante, sombra enorme y el gentío conversador.

Imaginará mi silencio dentro del bullicio, una especie de introspección natural manifestada aquí, en este lugar, generándole una condensada melancolía y una potencial fotografía en blanco y negro, bastante lograda, por cierto. Ella la enmarcaría en el pasillo de su casa, justo antes de la puerta del baño y medianamente cerca del dormitorio. Luego, la observaría alguna que otra noche trasnochada o en las reuniones familiares aburridas.


En esta paradoja de saberse espiado, y de ella intuirlo, se genera una complicidad, una espera compartida orientada estrictamente en proyectar si alguno de los dos modificará la situación, o mínimamente, si ejerceremos la potestad de un saludo lejano.

Mientras tanto el sol cae y mis pies se sumergen en las zapatillas. Tiempo de irse.

En el resoplido del momento, su cámara apunta, catastróficamente, hacia otro lado. Intento hacer aparatosa mi partida, lograr que el foco vuelva hacia mí, darle tiempo para dos fotos más, que se acerque, me muestre lo captado y diga “me gustó esta, la que fumás mirando a la nada”.


Será la próxima vez.

Mejor no.

Prendo otro cigarrillo, cambio el final,



y voy.

tres


Uno, dos.

Un paso, dos y la muchacha frena de golpe, la realidad le impone reversa y vuelve a empezar. Uno, dos, uno, dos, sucede lo mismo, el conteo se repite y se reinicia inmediatamente. Piensa al respecto, teoriza, imagina variables, escribe lo congruente en una cartulina naranja y logra una imperiosa conclusión: necesita yuxtaponer un tres después del dos.

Porque en el uno y en su dos, ocurre lo estipulado, es decir, ella toma aire y salta un escalón; pero
no cae, no pisa el suelo, patalea y se asusta. Cierra los ojos, la acción se retrotrae, casi como una salvación que en realidad no es. Allí, se queda en blanco, busca un norte en la estufa, velador o silla. Teje paciencia, suma vitaminas y vuelve a intentarlo: infla pecho, salta, no cae, es igual, no hay variantes, no hay una continuidad; principio, otra vez.

Uno, dos, uno, dos, parece que existe un ritmo, pero en cuestión de segundos la situación se vuelve ordinaria, opaca, se degenera, uno, dos, uno dos, se torna aburrida e indeterminada.

Tiene malhumor, se nota por esa marcada arruga en la mejilla izquierda, suspira, reza a media voz, implora un tres, ¡un cojonudo tres!, un tres contorno, colorido, tridimensional, casi como un diálogo en pantuflas, abrazos, un choripán y cosquillas en los pies. Sería como focalizar una fotografía, decir algo práctico, llamarlo por teléfono o terminar aquella porción de pizza, la que quedó olvidada en la mesita ratona junto al cenicero azul. Es que en el uno y en el subsiguiente dos, no hay más que eso. Un principio, alguna introducción, quizá el comienzo de la trama, para que después se desinfle, pierda envión y no quede nada.

Uno, dos, uno, dos, tic, tac, tic, tac, parecen segundos, no hay minutos, uno, dos, vienen, se van, vienen, se van.

Aire,

tiene que respirar, se olvida, recuerda,

aire.

..Uno, dos,
.....uno,..dos,
.....uno,..dos,
.........uno,
..................dos,
...........uno,
..................dos,


(deja de pensar)


parece que sucede,
parece,

o no.



foto: manu / manos: ajenas