cruz


Entre tanto tedio y días que son pura angustia. En ese rincón con ropa arrugada, pasillo largo y muebles encimados. Soportar el aire fresco con una campera que no abriga lo suficiente y que -encima- atenta contra la soltura de los brazos. Sumergido en aquel río revuelto que marea. Pensar en aquellas frases inconclusas, errores permitidos y mil obligaciones por cumplir que no se cumplirán. Querer que todo sea una mentira, y/o una simple pesadilla, aceptando -de igual manera- que hoy no se podrá dormir sin despertar por la mitad. Saber que ayer fuiste olvido, hoy un recuerdo macabro y más tarde llanto. Entre todo eso, encontrar la manera de escribir lo sangrado en una hoja imaginaria, y chocar contra un rompecabezas mental sin anestesia. Perder entre tantas piezas indefinidas, tantas voces, y lograr cerrar los ojos, como una tregua momentánea.

Sucede que entre tantos puntos que nublan la vista, entre tanto ruido, entre todo eso, entre tanto y tanto -cíclicamente- volvés a toparte conmigo.


De allí llegan días de sol, rincones sin basura, pasillos con libre paso y cuarto ordenado. Un aire cálido abraza al cuerpo y aquella campera se archiva en el placard. El río invita a nadar -entre diálogos amenos y libros para leer-. Cumplir con la agenda semanal, dormir después de tener buen sexo, mimitos y agua mineral. Maquinalmente todo parece una mentira, una realidad parecida a la ficción, un sueño remoto que te hace babear la almohada. Aquello sucede -parece-, sin importar que el día se figure más placentero que de costumbre, sin contar que ayer conversamos, que hoy nos encontramos y después reímos. Entre todo eso, lograr dibujar tu sonrisa matinal en mi frente, para quedar mudo ante tanta cosa excesivamente feliz. Sucumbir por abrazarte, sin querer abrir los ojos y terminar despertando.

Sucede que entre tanto y tanto: la risa amena, la suave brisa y la tranquilidad del momento, ocurre que te pierdo de vista, como un chasquido de dedos.


Entonces vuelvo a patalear, intentando soltarme de unos nudos que me asfixian, como una pesadilla que te impide escapar.


Quieto...me quedo, en una inacción perpetua.

Esperando toparme con vos.

Otra vez.



foto: manu

cofrecito


¿Quién sabe lo que hay allí dentro? El chico rubio se permite un momento de pausa, casi como una tregua, nos da tiempo para pensar, luego mira hacia arriba, particularmente hacia el este. Observa la noche, algunas estrellas puntuales y un poco a la luna; luego (inevitablemente), se hace de día, pero los ojos siguen allí, hacia arriba, hacia el este, frente al sol, las nubes, les busca formas: “elefante, Groenlandia, cuadro impresionista” -comenta en voz baja, de forma seria y analítica. Todos queremos mirar aquellas nubes, pretendemos lo que él observa, pero nos damos cuenta (puntualmente), que somos ineptos para lograrlo.

La mirada baja, los ojos apuntan hacia el cofrecito, se mastica una necesidad de abrirlo, de un nuevo conocimiento, una cuestión supeditada a su puntual contenido, un acto digno y necesario para nuestro potencial porvenir.

El chico rubio abre el cofre (por fin), lo miramos atónitos, engrandecemos nuestros ojos hasta la frente, movemos las cabezas, queremos decir algo, compartir una idea.

Nos acercamos torpemente, vemos lo que hay, lo tocamos, leemos y sentimos. Nos miramos nuevamente, estamos intrigados, con muecas de duda. Observamos al chico rubio, esperamos que él nos diga lo que es, eso que nos permita comprender lo que no podemos.

Cierra el cofre de manera abrupta, se siente ofendido, nada ha cambiado, no sabemos lo que hay allí dentro, aunque lo tengamos frente a nosotros.

No somos dignos.

Se va.

El cofre también (con él).




foto: manu